- Será mejor que descansemos aquí esta noche – dije bajándome de mi yegua. Minarësse había sido el último regalo que había recibido de los elfos de Folhavren. Una yegua negra, pero de hocico y crines plateadas como la luna. Por lo visto, querían disculparse por su “equivocación”.
Xavheri y yo habíamos bajado por el Río del Norte en un barcoluengo hasta internarnos en el Bosque Central, donde los elfos nos habían interceptado a punta de flecha. Y como Xavheri ha sido siempre tan incapaz de civilizarse, abrió la boca antes de tiempo y se encontró con una flecha clavada en el hombro. Suspiré e hice que se calmaran las cosas. Xavheri nunca había tenido paciencia. Lo había conocido dos años atrás en una de mis primeras expediciones. Era un buen amigo de mis primos, y hacía tiempo que no había sabido nada de él. Pero no había cambiado ni un ápice. Seguía siendo igual de apuesto, aunque sus facciones se habían endurecido y le conferían un aire de seriedad y fuerza que antes no tenía. Pero sus defectos seguían allí y, por lo que había visto a lo largo de la semana y media que había pasado con él, también sus ganas de ligar conmigo, sin éxito, como años atrás.
Una vez hablé con los elfos y les expliqué el motivo de nuestra visita, fueron mucho más hospitalarios con nosotros. Curaron a Xavheri y aceptaron las joyas de buen grado. Por casualidades de la vida, parecían tener mucho valor para ellos. En compensación por haberlas devuelto con ellos, nos regalaron dagas élficas a ambos, y los caballos. Además, había practicado mucho con el arco mientras mi compañero se recuperaba.
Lo complicado había sido obtener lo que necesitaba de ellos. Los metales. Aleados con madera, eran totalmente ignífugos, y también muy ligeros. Los enanos los tenían en gran aprecio y, precisamente por eso, les había resultado difícil deshacerse de ellos. En cambio, habían intentado por todos los medios saber el origen de aquella magia que me impedía usar los poderes.
Y lo habían encontrado.
Pero no habían podido hacer nada al respecto, y eso no les hacía mucha gracia. Después de mucho insistirles, había podido convencerlos de que la única solución era llegar hasta los Argemt. No es que los hubiera convencido. Es que más bien parecían tenerle repugnancia a aquellos seres, los dioses sabrían qué serían. Y, por extensión, a mí misma.
Se podía decir que más bien nos habían echado, con lo que necesitábamos, sí, pero echado. Confiaban en que así los dejaríamos en paz y no volveríamos a estar entre ellos.
- Los Argemt no son bien recibidos en ninguna parte del mundo, ni a los que se relacionan con ellos. Sólo los enanos son capaces de relacionarse con semejantes engendros.
Habían escupido la palabra enano. Eso decía mucho del aprecio mutuo entre las razas.
Así que ahí nos encontrábamos, en el cruce del camino del Bosque, al sur de las Cordilleras de Folhavren, preparados para seguir la última parte del viaje. Se notaba el calor del verano, pero el viento soplaba fresco de noche. Pronto estaríamos en nuestro destino, al menos yo. Todavía no sabía si confiar plenamente en Xavheri. No había preguntado nada desde que le expliqué dónde quería ir, pues se había empeñado en acompañarme, pero ni de esa manera pude hacerle desistir. Y, por algún extraño motivo, tampoco quería que se marchara. Hacía tiempo que no hablaba con nadie de la manera en que lo hacía con él. Los recuerdos del pasado, las risas, los llantos. Parecía comprenderme mejor que nadie.